176 segundos fue su récord. Desde muy chica, su abuelo la enfrentó al río, porque cuando se vive en una isla saber transitar las aguas que la circundan es mucho más que nadar. A veces, puede requerir mantener la quietud más extrema para permitir que la marea haga lo suyo, mientras que, en otras oportunidades, es necesario usar el cuerpo como una especie de sable que corta la masa de agua inmensa que toca cruzar.
El abuelo Atilio era jugador. No de aquellos de quiniela, de caballos o peleas de gallos sino más bien de esos que incursionan en el juego casi por aburrimiento, y hacen de la apuesta toda una ceremonia de la observación. Desde la oruga que primero fue mariposa, al caracol que se adelantó al resto, a la lombriz que primero se convirtió en comida del zorzal. Todo, incluso las actividades de sus nietos, era materia de apuesta y en particular el cruce a nado entre la isla Paulino y la Santiago que era un clásico de los isleños, no solo por la pica que desde siempre había existido entre sus habitantes, sino también por la ocurrencia de los Intendentes de Berisso y Ensenada que no habían tenido mejor idea que aguijonear a los lugareños ofreciendo la beca “Primavera del Inmigrante“, creando categorías infantiles para el cruce a nado del canal central.
Para desgracia de Atilio, solo le quedaban en la isla las nietas mujeres que, por entonces, no eran admitidas en las competencias de nado a río abierto. Aquellos años de victorias donde los nietos varones se llevaban todos los premios habían cebado al viejo de tal manera que, de solo pensar que esa primavera nadie de su familia iba a participar en la competencia, lo desesperó.
— ¡Ma, pibitas de merda, no sirven ni para eso! — solía decir.
Ante la burla de los otros isleños con nietos varones, Atilio fue, de a poco, acumulando broncas que cada tanto se las aflojaba con algún chicotazo de rama que embocaba en alguna de las espaldas o piernas de las nietas. La rabia lo volvió osado y, durante tres meses, se plantó en el edificio Municipal. Ni sus suplicas, ni sus protestas hubieran dado resultado de no ser por el apoyo de un grupo de feministas que acampó con Atilio en la entrada de la Intendencia, dejándose llevar por la vulnerabilidad que conlleva la vejez y ese soplo de bondad que, a igual que con los recién muertos, se presume de los viejos que son muy viejos.
Después de dos meses de acampada frente a la Municipalidad, declararon admitidas a las niñas. Atilio festejó y se sacó airoso fotos para el diario local, que lo mostraba posando junto a un titular que lo nombraba como “el abuelo feminista”.
Para cuando volvió a la isla era pleno agosto y el frio se empecinada en mantener las aguas del canal por debajo de lo tolerable, a tal punto que los entrenamientos se habían suspendido. Sabía que, con el poco tiempo que quedaba para la competencia de nado, tenía que elegir a quién de sus nietas entrenar y unificar las fuerzas en preparar a solo una. Eligió a Rocío, no solo por ser la mayor de sus cuatro nietas y la más fibrosa, sino porque la madre no aparecía por la isla desde hacía cinco años, cuando la dejó con un bolsito con algunos pañales, un chupete mugroso y un oso de peluche azul y blanco al que le colgaba un ojo. Al principio, las tías se opusieron a que entrenara a Rocío, pero Atilio administraba la jubilación de YPF y con eso todas las discusiones estaban ganadas por él de antemano.
Para entrenar a la elegida, trató de convencer a los de Prefectura que vigilaban el puertito que salía al sur.
— ¡Ni en pedo viejo, salí de acá con la pibita que se te va a congelar en el agua!
Se dio media vuelta, la agarró de un brazo y caminó a la casa, mientras mascullaba palabras mitad en italiano, mitad en castellano. Pasó por lo de Berta, la proveedora de vino patero de la isla, y ahí se iluminó. Rocío lo miraba desde lejos mientras él hablaba con Berta, gesticulando y moviendo los brazos amenazantes como era su estilo, hasta que finalmente se estrecharon la mano. Al rato, con ropa y todo, Rocío estaba metida hasta el cuello en la barrica más vieja de doña Berta, temblando de frio, pero sobre todo temblando de miedo.
Convencido de que la falta de preparación para el nado la iba a compensar con el adiestramiento para soportar el frio y aguantar la falta de aire, el viejo llevó a su nieta todos los días a lo de Berta. El primer día, Rocío opuso resistencia y, mientras Atilio le sumergía la cabeza en el tonel, pataleaba y pegaba golpes en la madera que dejaba pasar algún rayo de luz entre los tablones viejos y raídos. El segundo día, el viejo la sacó de la casa casi sin tocar el piso y así la llevó hasta el tonel, aferrada a aquel oso con el que había llegado a la isla que, para ese entonces, ya no tenía ojos, ni nariz, ni orejas. Sumergida en el tonel, vio la silueta de su peluche y jugó entonces a ponerle nombre y después a ponerle cara, y muecas, y risa, y voz. A la semana, la voz tan rara de los primeros días sonaba linda y le hablaba suavecito mientras ella aguantaba los segundos necesarios sumergida en el tonel.
Cuando llegó el día y los competidores de la categoría mini junior fueron llamados al podio, solo se presentó ella. El viejo gritaba enardecido agarrándose la entrepierna mientras saludaba a sus competidores, sabiendo que la falta de contrincantes la hacía ganadora con solo meterse al agua. Cuando se tiró al río con el oso en la mano, frente a la mirada incrédula de todos los asistentes emponchados hasta las orejas y los nadadores de las categorías mayores con sus trajes de neoprene, Rocío estuvo 176 segundos charlando de cosas de la vida con su amigo felpudo… La vida pesa menos en el agua, le dijo él y le soltó la mano mientras ella se hundía en el canal. (*)
Claudia
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