Abrazar (a todo) el niño/a, propuesta de Joy Silberg, experta en disociación infantil, en su libro «El niño superviviente».
Inicialmente, antes de formarme en la disociación relacionada con el trauma, cuando empecé a trabajar con los niños víctimas de abandono, abuso y maltrato físico para la Diputación Foral de Gipuzkoa (allá por el año 2000), y también cuando empecé a recibir niños y familias adoptivas en mi consulta (allá por el año 2007), desconocía la existencia de la misma. Los niños que trataba, súbitamente, ante un disparador ambiental (normalmente ante la frustración, esto es, cuando no se satisfacían sus deseos), desencadenaban una reacción de ira con conducta agresiva que podía durar horas y que en algunos casos terminaba con una llamada a los servicios de emergencia para que pudieran contener a ese niño/a.
En aquel entonces (año 2000), y de acuerdo al modelo terapéutico en el que me formé, entendíamos esas reacciones como trastorno de conducta, generado por su necesidad de salirse con la suya, la intolerancia a la frustración, los cambios de personas responsables de su cuidado -los cuales habían generado inconsistencia de respuesta en el niño/a y este/a no sabía que se esperaba de él o ella debido a que diferentes adultos habían decidido diferentes consecuencias a sus conductas- y la falta de interiorización de límites básicos y de normas que rigen la convivencia en el mutuo respeto. Lo veía más como un problema de autoridad y estaba muy lejos de entender que esas conductas alteradas eran reflejo e indicadores de impacto traumático en el niño y, por lo tanto, de sufrimiento infantil.
Y esta diferencia etiológica es muy importante porque lleva a relacionarse y a comprender los problemas de los niños traumatizados (que conviven tanto en familia biológica, como adoptiva, de acogida o centros de menores) de un modo muy distinto. Cuando solamente se ve como un problema de autoridad, normalmente lo que las familias y los equipos suelen hacer es imponer consecuencias (sin preguntarse apenas el por qué), recriminar (actuar la rabia que ellos legítimamente sienten cuando el niño/a, sin empatía, actúa como si no le importara nadie ni nada, solo para salirse con la suya u obtener lo que quiere) y entrar en luchas de poder (“no nos puede ganar”) siendo más firmes y taxativos para tratar de ganar estos desafíos.
Esta conversación -y situación vivida por muchos educadores de centros de acogida, padres adoptivos, etc.- es un reflejo de cómo lo conductual (la imagen externa) se come al contenido (lo interno) La lectura que se hace de los trastornos de los chicos no va más allá de lo que se aparece. Es el paradigma conductual que tanto predicamento tiene -y larga tradición científica, además- y que deja sumidos en la angustia y la desesperación a muchos padres y educadores que se ven solos e impotentes para poder ayudar y sentirse mejor emocionalmente a muchos niños/as y jóvenes.
Uno se pregunta: ¿Dónde está el sitio para estos chicos/as? Porque algunos pueden necesitar centros especializados donde puedan ser comprendidos y vistos desde otro modelo de intervención y en el cual poder convivir mientras reciben terapia ellos y sus familias para sanar el vínculo y superar el trauma, por parte de personal especializado. Y esto no existe.
Gracias a Rafael Benito (2019), psiquiatra -amigo y colega-, hemos aprendido que es una equivocación pensar que lo psicológico y lo conductual no tienen nada que ver con el cerebro (y por lo tanto no entra en el ámbito de la salud mental y la atención sanitaria en un servicio de urgencias), del mismo modo que pensar que el cerebro no tiene nada que ver con las relaciones humanas. Rafael Benito nos ha enseñado que mente y cerebro no deben de separarse “como si fueran dos personas que caminan por dos orillas que transcurren en paralelo, la una mirándose a la otra y sin pensar si tienen algo que ver” Lo que se presenta y se muestra en apariencia conductual, puede reflejar un desajuste interno e incluso revestir una patología interna como lo es la disociación relacionada con el trauma. El chico del centro de menores que acabo de contar que no es ingresado en el hospital es un caso de disociación, y eso debería ser considerado un problema psiquiátrico. Lo que pasa es que existe aún un gran desconocimiento por parte de muchos profesionales de las formas que puede revestir un trastorno disociado, y no se pregunta a los chicos/as por experiencias traumáticas que hayan podido vivir y que expliquen su trastorno conductual desde otro marco que no sea sólo “la falta de límites”
Yo mismo hace unos años profesionalmente trabajaba sobre todo desde la terapia de conducta -lo he contado en el blog varias veces- porque en aquel entonces era el paradigma dominante y en el que nos habíamos formado. Hacía lo que sabía hasta que me di cuenta que ese paradigma (una tecnología, en suma, que depende cómo la uses puede hacer bien o mal) no funcionaba y además acrecentaba las luchas de poder de estos chicos/as (cuando querían un premio a su conducta, la ejecutaban sin mayores problemas; pero cuando les motivaba más imponerse al educador o al acogedor, entonces se regían por este reforzador y los demás ya no le importaban)
¿Qué le sucede a este tipo de niños/as o jóvenes? Cuando me formé con Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan, y también con Anabel González (2017) y Ana María Gómez (2013) en disociación de adultos e infantil, respectivamente, y tras leer el libro de Silberg (2019) (esta última lectura me reafirma más en lo importante que es mantenerse actualizado y en formación continua. Ojalá más profesionales se abrieran a las nuevas aportaciones que los modelos del apego y del trauma nos ofrecen) “El niño superviviente” (otra joya de libro), aprendí que los niños que tienen una disociación relacionada con el trauma tienen diferentes estados, y no hay apego (conexión) entre los mismos.
Uno de los estados más comunes (como bien ha explicado Liotti en el año 2012, recordemos que tienen antecedentes de apego desorganizado, un tipo de apego que el niño desarrolla tempranamente para defenderse de la vivencia de terror que le infunde un miedo sin solución: como no puede ni huir ni luchar de la figura de apego, a quien se mantiene vinculada porque depende de ella para su supervivencia, el self del niño se fragmenta y se separa en distintos estados, que no tienen conexión entre sí, algunos de los cuales sí se apegan al cuidador pero otros, los que contienen la ira y la agresividad, no se apegan. Esto sucede cuando el niño activa simultáneamente el sistema de apego y el de defensa con una figura de apego que le maltrata) en estos niños suele ser la rabia. Una rabia tremenda, furibunda, que a algunos/as chicos/as les hace sentirse identificados con Hulk (La Masa) cuando juegan al cajón de arena.
Los niños con estas características pueden permanecer tranquilos, colaboradores, sociables con las personas que les cuidan, pero en un momento dado (ante una frustración o un evento que no pueden manejar, o como dice Hughes (2019) en “Construir los vínculos de apego”, solo por el hecho de vivir, y de vivir habiendo sufrido lo que han sufrido que en el fondo les lleva a devaluarse a sí mismos y no quererse, pues tras la rabia protectora existen esos sentimientos) cambian de estado: parecen otra persona porque una gran rabia les invade, atacan, no colaboran, no son sociables y si no se les da lo que quieren, pueden explosionar como Hulk y romperlo todo (y a todos los que estén cerca) Este estado puede durar horas, además, he compartido experiencias con padres adoptivos cuyos hijos tenían estados desregulados de rabia y hostilidad en los que destrozaban propiedades y se comportaban como si estuvieran en presencia de su antiguo maltratador, diciendo a sus padres adoptivos que les odian y que no son sus padres. Incluso les llegaban a decir: “¡pégame, vamos…!”
Y hasta aquí quería llegar. Leer más…Abrazar (a todo) el niño/a -1° parte-
Fuente: http://www.buenostratos.com
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