Hacía casi dos años que Jor, Maru y Belu, tres hermanos que en ese entonces tenían 12, 10 y 8 años, vivían en un hogar. «Queríamos crecer juntos y tener la misma oportunidad. Le escribí una carta a la jueza y le dije que necesitábamos una familia que nos diera amor y nos cuide», recuerda Maru, que hoy tiene 13.
Su voz infantil, al igual que la de sus hermanos, llega desde Rosario, Santa Fe, del otro lado del teléfono. A su lado, están Claudia Calvete y Diego Tomasini: los cinco, formaron la familia que tanto habían soñado. «En verdad, es mucho más que un sueño cumplido», aclara Maru.
«Por haber atravesado tratamientos de fertilidad, esperábamos que llegue el bebé. Pero empezamos a participar del Grupo de Padres Adoptivos y en Espera de Rosario: y fuimos ampliando nuestra disponibilidad», cuenta Claudia, que tiene 49 años y es maestra jardinera. Diego, su marido, la llama «la espera activa»: se juntaron con otros en su misma situación, se informaron y comenzaron a derribar prejuicios. Un día, el llamado tan esperado, llegó. «Si ahora no estuviésemos juntos, creo que no estaríamos como estamos», dice Maru, con una madurez que sorprende. Jor (15), que se define como más tímido, concuerda y Belu (12), la más charlatana, agrega: «El día que conocimos a nuestros papás, estábamos muy ansiosos. Cuando sea grande me gustaría ser cantante y maestra jardinera, como mi mamá». Maru quiere ayudar a Claudia en los grupos para padres que desean adoptar, «para que todos los chicos puedan tener una familia».
Para el matrimonio, lo más difícil fue conocer y aprender a abrazar la historia de sus hijos. «Ellos nos llaman ‘héroes sin capa’, pero para mí lo héroes son mis hijos, por haber superado situaciones tan difíciles», asegura Claudia. Y concluye: «Hay que tener paciencia y estar preparados para decodificar un montón de cosas que ellos no pueden poner en palabras y que no nos gane el prejuicio. Son niños que necesitan recuperar infancia: como padres, siempre hay tiempo para acunar, proteger, cobijar y hacer todas esas cosas que uno por ahí cree que no las va a poder vivir con niños más grandes: nada que ver».
Construir el vínculo
Difíciles. Así describe Luciano a los casi cuatro años que vivió en un hogar de Chacabuco, en Buenos Aires. «Veía que se iban chicos menores que yo, que estaban mucho menos tiempo. Eso te genera cierta expectativa y también frustración, porque no sabes cuándo te va a llegar a vos. Llega un momento en que te resignas a no tener una familia», admite Luchi, que hoy tiene 26 y estudia derecho en la UBA.

Recuerda cómo en una de las visitas que hizo al juzgado, se encontró con el juez que llevaba su caso. «Me expresaba a través del enojo y con bronca le dije que estaba cansado, que quería que me consiguiesen una familia. Me dijeron que se iban a poner a trabajar y a los cuatro meses aparecieron mis padres», cuenta.
En ese momento, tenía 12 y la asistente social del hogar le dijo que aprovechara la oportunidad, que quizás no iba a tener otra. «Pero no me lo tomé como si fuera el último tren: pensé que si fracasaba, fracasaba. Por suerte no pasó», sostiene el joven.
Los primeros encuentros con quienes serían sus padres (que vivían en Campana y viajaban a verlo todos los fines de semana), estuvieron lejos de ser ideales. Laura Salvador (58), su mamá y cofundadora de Ser Familia por Adopción, recuerda: «Luchi era muy reticente a todo lo que fuese demostración de afecto. Sus sensaciones eran de desconfianza hacia los adultos, de no entregarse, de no poder demostrar el cariño por miedo. Tenía una coraza muy marcada».
Crear el vínculo llevo su tiempo: «Es un proceso, se construye todos los días: no fue que los vi, me les colgué enseguida y desde el primer momento los sentí como mis padres», describe Luchi.
«Las emociones se fueron desarrollando con el tiempo a través de los diferentes encuentros y, por ejemplo, de compartir un Día del Padre, algo que yo no había tenido la posibilidad en mi familia de origen», agrega.
El joven recuerda cómo un día, durante la vinculación, fueron juntos al supermercado. «Compramos algunas cosas para que yo comiera en el recreo. Cuando llegué a Chacabuco y abrí la barrita de cereal, se me piantó una lágrima. A partir de ahí me empecé a dar cuenta de que había afecto y de que yo quería que ellos fueran mis padres».
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