Receptividad, empatía y estrategias para preparar a un niño adoptado/acogido traumatizado antes de verbalizar sus vivencias del pasado (I)

José Luis Gonzalo

Casi todos los niños adoptados (por no decir todos) han sufrido adversidades. Un número nada desdeñable de ellos presentan trauma. Cyrulnik explica la diferencia entre ambas (lo he leído recientemente en el magnífico libro “Tutores de resiliencia” de Gema Puig y José Luis Rubio): el trauma equivale a un desierto, a estar muerto en vida. La adversidad, en cambio, no.

Para las personas no familiarizadas, es difícil reconocer el trauma en los niños. Normalmente, éste cuando es relacional (como sucede en la mayoría de los niños adoptados o acogidos que lo padecen), es decir, cuando el daño provino de un adulto con el que el niño tuvo un vínculo (de apego u otro) y si dicho daño sucedió a edad temprana (entre los 0 y los 3 años), las secuelas más evidentes se van a observar a nivel de regulación emocional y relaciones interpersonales, con dificultades para mantenerse dentro de la ventana de tolerancia a las emociones (el niño, ante estímulos determinados puede hiperactivarse -se mostrará más alterado, inquieto, movido, incluso con reacciones de ataque/huida, si interpreta el estímulo como peligroso porque le recuerda a alguna amenaza de su pasado- o hipoactivarse (parecería estar en un estado de desconexión emocional, a veces de embotamiento y en casos más graves, de disociación) El problema es que muchas de las respuestas al trauma son evaluadas por los adultos (padres, profesores y otros profesionales) como problemas de comportamiento e hiperactividad (muchos niños no tienen el diagnóstico de hiperactividad realmente, es un déficit de regulación emocional debido a que el cuidador principal con el que estuvo el niño perturbó la relación de apego y éste aprendió a activar su sistema de defensa. Una de las manifestaciones en el presente es la hiperactividad como respuesta a la activación emocional y la desregulación, nefasta herencia del trauma relacional) y los menores reciben muchas consecuencias en forma de reconvenciones, castigos, gritos, expulsiones y etiquetaciones… que no contribuyen a reparar al niño de las consecuencias de la traumatización, crónica. Al contrario, esa reactividad por parte del adulto puede ahondar en las heridas y contribuir a reforzar el trauma.

Cuando alguien padece un trauma, además de estar muerto, como afirma Cyrulnik, su cerebro está situado en el pasado. Da igual que hayan transcurrido décadas. Si el trauma no se ha trabajado y tratado, la persona permanece fijada al mismo. Es un mito falso pensar que el tiempo lo cura todo. El cerebro es el mismo y lo que se vivió queda registrado para siempre. Se trata de ayudar a la persona a integrarlo, a que forme parte de su vida, suavizando el dolor. En el caso de los niños, éstos se quedan en posición de supervivencia, y pueden responder a los estímulos del presente con antiguas estrategias como atacar y huir o embotarse y/o quedarse como congelados.

Un ejemplo literario de persona atrapada por un trauma (hay muchos) es Miss Havisham, personaje de la magistral novela «Grandes Esperanzas», de Dickens. Está atrapada en el tiempo y vive, a causa del trauma, para vengarse de los hombres. Tal y como refieren en esta web (cito literalmente) «…cabe recordar que la señorita Havisham es uno de los personajes literarios más fascinantes y recordados de Dickens. Su oscuridad es tan siniestra que produce ternura. Es una solterona de mediana edad que fue plantada por su novio el día de su boda y que a partir de entonces se ha retirado del mundo a su mansión en ruinas y ha detenido el tiempo en el momento de la traición. Los relojes de su casa marcan para siempre las nueve menos veinte de la mañana, la hora en que recibió la nota en que el novio arrepentido y pleno de remordimientos le explicaba que no se casaba con ella porque nunca la había amado y que sólo perseguía su fortuna. El salón de su casa se queda con la mesa del banquete puesta, con los platos y cubiertos para los invitados que nunca llegaron tapados con el polvo de los años y el gran pastel de bodas pudriéndose en un lugar destacado. Miss Havisham se viste con el mismo traje de novia todos los días, pero no lleva el conjunto completo sino que sólo utiliza las prendas que sus asistentes habían alcanzado a ponerle hasta el momento en que recibió la nota de cancelación (el ramo de flores se marchita en una esquina y sólo lleva un zapato) Su figura adquiere rasgos fantasmagóricos, avanzando con el ruido de su paso desnivelado por la mansión ruinosa y arrastrando la cola cada vez más gris del vestido sobre la suciedad del piso nunca más limpiado»
Dickens no fue el único novelista decimonónico que empezó a reflejar y denunciar de algún modo las nefastas consecuencias de los traumas. Muchos otros escritores del siglo XIX hicieron este tipo de literatura: Balzac, Víctor Hugo (inolvidable «Los miserables»), Flauvert, Zola, Verne…

Los niños traumatizados, cual Miss. Havisham, quedaron detenidos en el tiempo con sus estrategias supervivenciales; ellos no tuvieron ninguna culpa, son los adultos que actualmente conformamos su red afectivo-social los que les tenemos que enseñar a dejar atrás esos trajes…

Bueno, tras este excursus, retomo: este concepto de la reparación del daño psicológico es difícil de entender para algunos adultos que trabajan o se relacionan con el niño traumatizado. Porque lo visible (que en realidad, es la manera que el niño tiene de comunicarnos sus problemas, dificultades, desregulaciones, malestar…no sabe hacerlo de otro modo), lo que se observa, es la conducta (sin saber que detrás de ésta hay un problema denominado trauma; por eso algunos autores, como he contado en otras ocasiones, a éste le llaman la epidemia oculta. Porque no se detecta a tiempo) Y dicha conducta suele ser negativa y desadaptada en los distintos contextos en los que se desenvuelve el niño o joven.

El adulto (al etiquetar esta conducta como rebeldía, desobediencia, perturbación, molestia…) busca frenar y parar dicha conducta del niño, ponerle el límite. Por supuesto que el límite es necesario para todos los niños y en especial para los traumatizados, que necesitan contención, sujeción y andamiaje por parte de un adulto. Una consecuencia como castigar o expulsar podrá parar a un niño (a veces ni eso); pero lo que es seguro es que no repara. No aporta nada constructivo (incluso para algunos niños, estas medidas de disciplina, como hemos dicho, pueden retraumatizar) Y nosotros tenemos la tarea de reconstruir su cerebro, remodelarlo. La labor de favorecer la vinculación con un adulto que le dé seguridad, que le enseñe con consecuencias constructivas y reparadoras y le ayude a reflexionar y darse cuenta sobre las consecuencias de sus acciones, cómo éstas impactan en los demás, dando nuevas oportunidades para aprender.

Como dice Siegel en su último libro titulado: “Disciplina sin lágrimas” (que os recomiendo cien por cien), como padres y educadores aspiramos y debemos no sólo aportar un límite sino favorecer que el niño desarrolle cualidades como la compasión, la moral, captar los sentimientos de los otros, reflexionar, valorar los riesgos, ser responsables… Y esto se consigue con adultos que no sean reactivos (el niño hace una conducta negativa, desobedece, y el adulto, presa de rabia y hartazgo, pone una consecuencia impulsiva consistente normalmente en gritar, reconvenir y castigar) sino receptivos (conectar con el niño, con lo que puede sentir o querer comunicar con esa conducta, ponernos primero en su emoción y en su piel) y reflexivos (que los padres valoren primero, qué quieren transmitir y enseñar al niño para el futuro, con el fin de que con nuestra actuación pedagógica, contribuyamos a que éste desarrolle cualidades y habilidades y crezca como persona).

Porque los niños con sus conductas siempre nos quieren decir algo; y los adultos casi siempre optamos por ir a la carga. Bueno, somos humanos y cometemos errores, no buscamos padres perfectos; pero sí padres conscientes que opten por aprender a ser conectivos, a entrar en conexión emocional con sus hijos y enseñarles, que se propongan gestionar sus emociones y ser mucho menos reactivos. Estos padres están trabajando a futuro para sus hijos y son los que recogerán los frutos el día de mañana.

Además de esto -que favorece la reparación del niño mediante la construcción de un vínculo seguro con los padres y madres adoptivas o acogedores/as,  la denominada resiliencia secundaria (vínculos de seguridad para el niño que le sostienen, toda la red afectiva que le rodea)-, los menores de edad traumatizados necesitan exteriorizar y simbolizar para elaborar (procesar) el trauma. Una de las formas que eligen para hacer esto -la más accesible para ellos- con los padres o acogedores suele ser hablar. Los niños, en la medida que se sienten en seguridad, pueden empezar a hablar. A veces lo hacen abruptamente, coincidiendo con momentos determinados (por ejemplo, una niña oyó una noticia en la televisión informando que una joven había sido atacada sexualmente y repentinamente le dijo a su madre adoptiva: “eso me ha pasado a mí”) Otras veces lo hacen en momentos en los que los padres o acogedores crean un clima apropiado, por ejemplo, a la noche cuando están compartiendo un espacio y tiempo afectivo con el niño. En la segunda infancia, comienzan a preguntar a los padres adoptivos (porque quieren saber y conocer, normal, es una necesidad en los seres humanos, de dónde venimos y qué ocurrió para que me adoptaran) por cosas muy concretas. Los padres, madres y familias ya sabéis de qué hablo, muchos/as de vosotros/as lo habéis vivido o lo vivís.

Que el niño/a ponga en palabras (exteriorice y simbolice) y sea sentido por el padre y/o la madre u otro adulto, es sanador. Es muy importante la actitud y disposición que el adulto que acompaña y quiere al niño muestre con éste. Ser receptivos, escuchar, acoger (abrazar y besar si es necesario, y si el niño o niña lo vive bien) y sobre todo, validar. El mayor daño que se le puede hacer al niño es no reconocerle el sufrimiento o minimizar lo ocurrido. Escuchar, ser receptivo y empático: “Lo siento, es doloroso; pero ahora estás aquí con nosotros, eso ya no volverá a ocurrir nunca más” Esto es lo que mejor pueden hacer los padres y madres o las familias, por el niño o joven: empatía. Lo que más repara, es alimento emocional para el niño, lo que no ha tenido.

Unos padres o madres o acogedores no dispuestos a escuchar, o que se derrumben y no sean seguros y no puedan contener su miedo o angustia (que no es lo mismo que ser sensible a sus emociones) insegurizarán y angustiarán más al niño o joven. Que quizá aprenderá a callar para no perturbar.

Suelo ser partidario de validar y felicitar al niño por hablar (“Qué bueno que tienes valor para contarlo, eres  un valiente; te escuchamos”) Pero es necesario, si el niño presenta una historia muy traumática a sus espaldas, o tiene tendencia a presentar estados disociativos (leed este post los que no estéis al día de qué es la disociación) que pueden hacer que se desregule severamente, preparar al niño antes de que hable sobre lo traumático. Suele dar muy buenos resultados. Voy a facilitaros algunas pautas sobre cómo lo hago, que podréis usar los profesionales -y pienso que también los padres y madres adoptivos y acogedores-. Para éstos últimos lo más importante es que sepáis que el vínculo seguro con ellos es lo que más hace sanar tanto el vínculo de apego dañado como otras experiencias adversas y/o traumáticas que hayan padecido en sus hogares de origen o en las instituciones en las que fueron ingresados. Por ello, todas las experiencias de seguridad emocional que interioricen con vosotros/as son fundamentales para que puedan reparar ese primer vínculo (con sus padres o cuidadores) dañado (apegos inseguros o trastorno de apego reactivo)

Lo primero es evaluar en qué medida el niño es capaz de poder verbalizar sin salirse fuera de la ventana de tolerancia a las emociones. Si es un niño que ha sufrido múltiples eventos traumáticos y ha padecido experiencias de horror con cuidadores que le han aterrorizado, lo más probable es que presente desregulación emocional severa, oscilando entre la hiperactivación y la hipoactivación. En estos casos el tratamiento psicológico es imprescindible (porque estamos hablando de niños con apego desorganizado o trastorno de apego reactivo) Por ello, el profesional sabrá cuándo y cómo trabajar lo traumático con el niño. En esos casos lo más prudente y beneficioso es no hacer nada sin la consulta y la orientación profesional.

Lo segundo es valorar en qué medida el padre o la madre adoptivos (o acogedores) son capaces de hacer una de las funciones del apego más importantes: mediante el contacto y la palabra calmante, poder estabilizar y tranquilizar al niño tras un episodio de estrés (como puede ser hablar de su dura vida pasada) Si los padres o madres adoptivos -o los acogedores/as- veis que el niño os vive como fuente segura y es capaz de regresar a un estado de calma (gracias a vuestra ayuda y presencia) tras hablar de lo que le duele, es que habéis conseguido restaurar una de las funciones del apego con ese niño. Es necesario, para esto, que el padre o la madre adoptiva (o el acogedor/a) lleven tiempo de convivencia y el vínculo se haya trabajado y construido. Se puede llevar mucho tiempo de convivencia con el niño pero no tener un vínculo sólido porque no ha habido un proceso de construcción entre ambos de dicho vínculo (entre el niño/a y padre, madre o acogedor/a) Sólo es conveniente hablar de las experiencias pasadas del niño si el adulto puede ser fuente de calma y seguridad. «Sólo el vínculo seguro sana», lo dijo Ana María Aarón en las Jornadas Europeas de Resiliencia celebradas el pasado octubre de 2014 en Barcelona.

En tercer lugar, es necesario enseñar al niño una técnica para estabilizarse y calmarse emocionalmente. Una que me parece muy adecuada es la de poner un peluche en su estómago mientras está tumbado y enseñarle a respirar con el vientre (la respiración ventral activa la rama ventral del nervio vago y promueve estados de calma y de conexión con el propio cuerpo y con los demás) Se coge aire por la nariz y se expulsa por la boca. El peluche se mece con la inspiración-espiración; el niño ha de seguir respirando hasta que sienta que el peluche se duerme. Las respiraciones ventrales ayudan a presentificar al niño, a hacerle sentir que está aquí, con nosotros. “Tú estás aquí, ahora, conmigo. Estás seguro. Todo eso tan doloroso que me has contado es pasado. Yo estoy contigo, a tu lado” Es dar presencia, como cuando un bebé se calma gracias a la presencia calmante del padre o de la madre, sin hacer nada especial, solo estar ahí dando paz y seguridad. Otro modo de poder calmar a los niños, después de que hayan hablado con los padres, madres o acogedores/as sobre su pasado y sus emociones, son los estados de inmovilización tranquila (leed este post donde lo explicamos, no hace demasiado tiempo) Es una manera espontánea y natural de calmar.

En cuarto lugar, una estrategia que les ayuda a prepararse y sentirse seguros antes de hablar es conectar emocionalmente con todas las personas significativas de su vida a las que llamaremos “el equipo de ayudantes” Es una técnica para dotarles de un recurso psicológico (calma y seguridad) cuando se sientan muy tristes o conecten con la soledad, los sentimientos de abandono, la rabia… Se le pide al niño que se dibuje en el medio de una hoja a sí mismo (hay que decirles que no hay nada en lo que se pueda equivocar, no es una clase de dibujo, que nos gustará el dibujo que haga, sea cuál sea; buscamos su dibujo) Después va eligiendo en el orden que él quiera, aquéllas personas que le ayudan y le hacen sentir bien (tranquilo, calmado; o feliz, divertido… cualquier sentimiento que el niño viva como ayuda) y las va dibujando formando un círculo que le rodee en el dibujo. Cuando ha terminado, se le pide que exprese cómo se siente, si le llegan sentimientos buenos, si los nota en el cuerpo… Entonces, se le dice que los note, que sienta lo bueno que es para él sentir esa seguridad, calma, bienestar… Que sienta que le rodea, que la respira, que le envuelve y le acompaña, para que la pueda usar en los malos momentos.

Es fundamental insistir en que si el adulto (padre o madre, acogedor/a, profesional…) no tiene un vínculo con el niño/a y no es una persona sólida (tranquila, firme y segura) es mejor no hacer nada de esto. Puede ser contraproducente. Entendemos (y no culpamos a nadie) que los padres pueden sentir pena, ansiedad, angustia… al ver a su hijo expresar el sufrimiento. Por eso, en esos casos en los que no podemos hacer de holding o sujeción para el niño, es mejor recurrir a un tratamiento psicológico que dé espacio de trabajo al niño pero también a los padres con el fin de que aborden ellos sus propias emociones y aprendan a gestionarlas. La mejor experiencia que puede sentir un niño dañado es ser capaz de que un adulto con quien tiene un vínculo sólido sienta y dé contención segura a su sufrimiento. En caso de dudas con todo esto, para eso estamos los profesionales.

Continuaremos con este interesantísimo tema, que es particularmente necesario en los casos de niños traumatizados durante años por el abandono, la violencia, los continuos cambios de cuidadores… Suelo utilizarlo siempre con los menores de edad que han sido adoptados a edades tardías (con cinco, seis, siete u ocho años de edad) y que tienen el diagnóstico de trauma en el desarrollo, apegos inseguros y disociación. A los recién llegados a este blog y que han leído por primera vez este artículo, les aconsejo que accedan a las etiquetas de “apego” y “trauma” y lean todo lo que hemos escrito anteriormente, para ponerse al día en estos conceptos.

José Luis Gonzalo
Psicólogo

* Fuente: Buenos tratos.com

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