Mi hija llegó a casa un 20 de marzo, estrenamos juntas el ASPO y juntas sobrevivimos a la pandemia.
Llegó con 9 años, dos hermanos mayores, y la experiencia de haber vivido en dos lugares de cuidado, y de haber intentado ser familia con un matrimonio que finalmente decidió no continuar.
Creció increíblemente durante este tiempo. Y no lo digo solo porque mide 15 cm más.
Le amo profundamente. Y ella dice que me quiere también.
Me encanta su pasión por los deportes en grupo y su coraje para hacer cosas nuevas.
Admiro su capacidad de transitar el dolor.
Me entristezco porque sé que extraña. Y por eso, valoro todavía más que pueda abrir su corazón a otras personas.
Me sorprendo de que toma lo que le decís y lo aplica. Por ejemplo, lo de pensar en la escuela como una oportunidad de hacer amigues, aunque sus compañeres no siempre la tratan tan bien.
Su lucidez para saber lo que le pasa y darse cuenta con quién y cuándo hablar, me maravilla.
Sus ojos me resultan los más bellos del mundo.
Me gusta cómo soy cuando estoy con ella. O por haber estado con ella.
Y agradezco poder vivir este vínculo en el que siento que no paro de aprender.
Mentiría si no dijera que los dos años que pasaron fueron aterradores. Pero en la intensidad que permanece, y en la complejidad de construir lo cotidiano, nos encontramos.
Se los cuento para que la puedan reconocer: Ahora, si nos ven en la calle, saben que es ella. Que somos nosotras.
También para que sepan que ya no soy la misma, ni quiero serlo, así que tendrán que tenerme paciencia si se sorprenden porque ya no actúo “como era yo”.
Pero especialmente, les cuento esto porque todavía hay muches niñes, sobre todo les que son más grandes, que esperan una familia.
El otro día me dijo: “Qué divertida que sos…” A ustedes. ¿no se les inflaría el corazón?