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María Noel Vernizzi |
Hace varios años que vengo (venimos) transitando este camino, a veces corriendo, otras caminando y otras sencillamente quedándome quieta. A veces leo y escucho experiencias de familias que pudieron concretar su sueño y me alegro, de verdad me alegro pero siempre en el fondo me quedo preguntando ¿nos tocará alguna vez a nosotros? ¿Llegará ese momento alguna vez? Y la verdad es que no lo sé. No hay garantías, no hay certezas.
Hay quienes vienen intentando una y otra vez traer una vida al mundo y no pueden, hay quienes ya tienen hijos pero quieren más hijos, hay quienes decidieron adoptar directamente, como primera opción. Hay familias heterosexuales, igualitarias y monoparentales esperando. Algunos/as llevan años esperando, otras meses. Hay familias que al poco tiempo de estar inscriptos fueron convocadas y pudieron concretar la adopción. A otras les llevó años.
Y dentro de los que seguimos en la espera, sucede un poco de todo. Hay quienes se enojan e insisten en que el sistema no funciona, que la ley debe cambiar. Hay quienes callan. Hay quienes se involucran y se juntan con otros y leen y se informan y se sostienen. Todos de alguna manera seguimos creyendo e insistiendo. A veces, más esperanzados, otras más decepcionados pero seguimos caminando porque mientras caminemos hay posibilidades.
Después de varios años de transitar este camino, puedo decir que sin dudas el “sistema” (que construimos entre todos) no es perfecto, que los jueces no son infalibles, que son humanos, que sus decisiones afectan vidas (y no sólo en el tema adopción sino en todo los aspectos de la vida social), que pueden equivocarse. Puedo decir, que no todas las jurisdicciones funcionan igual, que no todos los equipos que trabajan en el proceso de adopción (niñez, registro) lo hacen de la misma forma, algunos se desempeñan mejor que otros, algunos se comprometen más que otros. Puedo decir que considero que a partir de la modificación de 2015, hubo cambios positivos pero queda mucho por hacer. Como siempre, en todas las áreas de nuestra vida en sociedad siempre hay mucho por hacer, por transformar. No existen los sistemas ni las sociedades perfectas porque la humanidad no es perfecta. Porque los humanos no somos perfectos.
Algunas familias en espera pueden y deciden modificar su disponibilidad adoptiva, otras sienten que no pueden y ambas posiciones son legítimas y respetables. Es un trabajo interno arduo ¿hasta dónde puedo/podemos? ¿Qué miedos y barreras tenemos que vencer? ¿Resultará? ¿Si modificamos nuestra disponibilidad estaremos más cerca? Nadie puede darnos respuestas certeras.
Después de varios años de transitar este camino, puedo decir que enojarnos contra “el sistema” no sirve porque la realidad es que nadie puede garantizarnos el convertirnos en padres, el ahijar. El Estado tiene la obligación de brindar tratamientos de fertilidad a quienes así lo necesiten o requieran (y afortunadamente eso ya es ley). El Estado tiene la obligación de proteger a todos/as los/as niños/as y adolescentes cuyos derechos estén siendo vulnerados porque son sujetos (y no objetos) de derechos y tiene la obligación, en caso de haberse agotado los lazos con la familia biológica, de encontrar una familia que los abrigue. Y nosotros, quienes estamos en espera, nos ofrecemos como esa posible familia. Garantías no hay. Nunca las habrá.
La fuerza del deseo es grande y a veces nos gana la ansiedad y pensamos en que los años pasan y que “las cosas no se dan porque todo funciona mal”. Es cierto, insisto, nada es perfecto pero también es necesario reconocer que es imposible que el Estado nos garantice nuestro derecho a ser padres….sí, en cambio, debe garantizar el derecho de un niño a tener una familia. Son dos cuestiones muy diferentes.
Después de varios años de transitar este camino, aprendí mucho. Aprendí que cada caso es singular y único. Aprendí que la esperanza nos mantiene vivos. Aprendí que la incertidumbre no es tan mala y que mi rebelión consiste, precisamente, en dejarme llevar por lo impredecible (esto lo dice el genial Carlos Skliar). Aprendí que en la vida hay encuentros maravillosos, extraordinarios, que nos cambian la vida y que esos encuentros nos pueden sorprender a la vuelta de la esquina y cuando menos los esperamos. Aprendí que si nos mantenemos juntos y nos abrazamos y nos escuchamos y compartimos nuestros miedos, nuestras heridas y nuestros sueños…todo se hace menos doloroso y es más colorido. Aprendí que la vida tiene magia, aún en ausencia de galeras y conejos, porque cuando asumimos la realidad y nos corremos del enojo…entendemos que todo puede ser posible. Todo.
Después de varios años de transitar este camino, aprendí (como me enseñó Ernesto) que “el latido de la vida exige un intersticio, apenas el espacio que necesita un latido para seguir viviendo, y a través de él puede colarse la plenitud de un encuentro, como las grandes mareas pueden filtrarse aun en las represas más fortificadas o una enfermedad puede ser la apertura o el desborde de un milagro cualquiera de la vida”.
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